jueves, 26 de diciembre de 2013

[Batania]: [El amor es un pájaro sin nido que pone huevos en el aire].

        Aunque no lo queramos, a la mayoría de los poetas se nos recuerda fuera del círculo poético (ese que entraña la más absoluta y decadente endogamia) por nuestros poemas de amor. Lo queramos o no. El amor es un pájaro sin nido que pone los huevos en el aire es un poemario que si bien está firmado por un hombre que se hace llamar Batania, y que como epígrafe de dicho nombre escribe siempre debajo del mismo “neorrabioso”, como epígrafe del título que pone a su primer poemario autoeditado tras su paso por Ediciones La Baragaña escribe: poemas de amor y destrucción
         Se dan pues dos contradicciones inmediatas: la primera es que aparezca la palabra amor por todos lados cuando un poeta rabia, y esta aparece dos veces en la portada. La segunda está en que un poeta sabe que amor y destrucción son la misma cosa, y sin embargo, es capaz de crear ambigüedad en el epígrafe de su propio título, haciendo creer a un lector poco atento que encontrará dos tipos de poemas: los de amor y los de destrucción. Aunque sean el mismo tipo de poemas.

          Lejos de hablar de los paratextos que acompañan a esta obra (en el lomo, sospechoso, un 1 se revela, y ese UNO no tiene sentido sin la solapa trasera del libro), Batania divide en dos partes los poemas que presenta: los poemas que dedicó, dedica y dedicará a Iratxe, que No es una creación mía, ni tampoco suya, porque Iratxe nunca será literatura; y los poemas que escribió a Natalia, que son unos poemas que se asemejan a Los amores decomunales, ya que estos Siempre avanzan hacia el gran geranio o la gran destrucción. Exite una tercera parte que no ejerce de tal, sino de epílogo: dos poemas extraviados de las dos posibles sendas que uno pueda tomar: la oscura, la tenebrosa, la que cualquier niño en su sano juicio evitaría, la Iratxiana; o la luminosa, la colorida, la que cualquier madre protectora desearía para su prole, la Natalística.

          Aunque una cosa está clara: él prefiere lo Natálico aunque no pueda deshacerse de lo Iratxista. O eso parecen querer decir los números, en su sutilidad. Mezclando soberbios poemas con soberbias prosas (tanto en calidad literaria como en carácter del personaje), dedica 29 títulos a la primera bajo el título PORQUE TE AMO TANTO NO QUIERO CAMBIARTE, y regala 30 a la segunda, bajo el título PREFIERO NATALIA A LA REVOLUCIÓN. Los Dos poemas sin collar cierran el conjunto mostrando la verdadera naturaleza del amor: este es una bestia desatada, un pájaro sin jaula, hermoso y dañino al mismo tiempo.

          Tal vez en el transcurso de los 7 libros (no lo elijo yo, número mágico, por azar; este aparece en nuestras vidas con estudio y preparación, conociendo el oficio, sabiendo cuánto valen las Nectarinas o cual es el verdadero resultado de 11+7 = una estrella de seis puntas, perfecta a pesar de las tipografías) reaparezca su aita, o la crítica mordaz a la sociedad actual desde lo más político del término sociedad, o las mismísimas pintadas que tanto necesita la ciudad en sus fachadas para concienciar a la gente de que todavía existen otros valores distintos del económico mismo (autoeditarse, por su parte, no tiene nada que ver con el hecho de querer sacar mayor tajada del pastel, ingentes cantidades de sextercios en bolsas de a treinta, montañas cuantiosamente sonoras del vil metal: el precio del libro puede causar la risa a cualquiera que otorga valor a un objeto por su precio de venta al público), pero de momento, nos deja en el 1 (que no primero) una cantidad de contenido amoroso digna de mención, necesario para que nosotros, poetas, como los demás que están más allá de nuestro círculo privado, apreciemos la calidad de un poeta en sus tesoros más preciados:

sus poemas de amor.
Julio Achútegui

miércoles, 25 de diciembre de 2013

[Paul Auster]: [Viajes por el Scriptorium]

Ayer me terminé Brooklyn Follies y hoy he leído Viajes por el Scriptorium. Puede parecer que he estado doce horas leyendo, pero no: Anagrama tiene una curiosísima política de márgenes; si el libro es corto, le ponen seis centímetros de margen y a correr. Parece que uno estuviera leyendo el Cid campeador.

Con todo, me ha gustado bastante más que Brooklyn Follies. A pesar de que sepamos lo que está pasando desde la página veinte. A pesar de la manía de abrir enigmas por capturar la atención (esa técnica donde mejor se cruzan el arte de narrar y el arte de vender, esa técnica de Lost y de Cube), a pesar del fallido intento de crear una atmósfera kafkiana (el protagonista pospone constantemente la comprobación de si la puerta de la estancia está abierta), me ha gustado.

Para quien no lo haya leído: la novela nos cuenta la historia de un anciano que se despierta en una habitación y no recuerda nada. Por si eso no fuese lo bastante original, el texto que estamos leyendo acaba apareciendo dentro de la novela. Fascinante, ¿verdad? ¿Tiene eso ya un nombre, o se lo ponemos?

Y aun así, me gusta.

Para los que ya lo hayan leído: desde casi el inicio nos damos cuenta de lo que ocurre: los personajes de Auster lo han encerrado para juzgarlo por cómo ha dispuesto de sus vidas y por todo lo que les ha hecho. Ciertamente, no sería tan sencillo arribar a esta conclusión si el título de la novela no apuntase claramente hacia ella. A las historias que Auster les ha escrito, sus personajes las llaman misiones. Por si no fuese lo bastante obvio, en la página 154 el techo le parece a Mr. Blank una "hoja en blanco" que le recuerda a su máquina de escribir, y un párrafo en las pp. 149-50 despeja cualquier duda. Me atrevería a afirmar que en esa parte (cerca del final de la novela) Auster comenzó a temer que los lectores no entendiésemos lo que nos quería decir.
[...] hacerle creer que está perdiendo la cabeza, como si quisieran convencerlo de que los seres imaginarios que tiene en la mente se han transformado en fantasmas vivientes, [...]
Los seres imaginarios, claro, son sus personajes. El final, no obstante, es más interesante de lo que puede parecer. Un ojo por ojo. La condena es la siguiente: Auster se transforma en uno de sus personajes. El escritor como víctima de su literatura. El escritor asustado al ver lo que se siente al leer que su destino ya está cifrado sobre el papel.

En fin, una novela ligera de leer e interesante a ratos, a pesar de la historia que nos introduce de forma totalmente arbitraria a mitad de narración, la de Graf, la del hombre que vive en un país imaginario, ya sabéis.

Leyéndola, uno entiende que Brooklyn Follies -una novela tan melosamente optimista- tal vez fue una suerte de redención para Auster.

Munir

martes, 24 de diciembre de 2013

[Paul Auster]: [Brooklyn Follies]

Es la primera vez que me acerco a Paul Auster y me ha decepcionado profundamente. A pesar del márketing de Anagrama. A pesar de las recomendaciones de amigos.

Me deja una sensación que ya he vivido antes: ¿hay algo que se me escapa? Cuando uno oye tantas bondades de una novela y la lee y no encuentra nada tan digno de elogio la pregunta no puede faltar. Y sin embargo, he rastreado la red y creo que no, que no se me ha escapado nada. Que no hay nada que se me pueda haber escapado. Que no hay nada. Sólo lo que leemos.

¿Es Brooklyn Follies una mala novela? Al principio desde luego no. Poco a poco Auster va perdiendo el fuelle y el final es más lento que Kafka atándose los cordones. Con todo, tiene un par de detalles que me han hecho reír. Y no me gusta hacer crítica ideológica, pero Stalin era malo. Muy, muy malo. y Me sentía como una mujer. Tenía a todas horas ganas de llorar. Por dios.

La recomiendo si os la regalan o la robáis o la encontráis en la biblioteca: puede valer el tiempo que requiere, pero no el dinero que cuesta. Yo me la encontré en mi casa.

Munir

jueves, 19 de diciembre de 2013

"El orden del discurso" M. Foucault


    El siguiente estudio tiene como objetivo postular y analizar algunos procesos de creación semántica derivados de la teoría del orden del discurso de Michel Foucault. Para ello, primero trataremos de dibujar muy básicamente los aspectos principales de la teoría del orden del discurso, para después deducir algunos procesos de creación semántica externos al lenguaje, que no se evidencian por sí mismos y se dan en la sociedad actual. Por último, se ejemplificarán dichos postulados con el devenir de algunos términos que se manejan desde lo que Foucault denomina “el orden del discurso”.

    Ante la pregunta ¿qué es el discurso como realidad material?, el francés responde que, en toda sociedad, la producción del discurso está controlada y seleccionada por ciertos mecanismos. Estos procedimientos reciben el nombre de procedimientos de exclusión. Se distinguen tres principales: lo prohibido, lo que es tabú -en este punto se refiere sobre todo a la sexualidad y a la política-; la oposición entre razón y locura; y el proceso de voluntad de verdad.

    En el primer caso, se explicita que en toda sociedad existe aquello de lo que no se puede hablar desde la posición discursiva. Por ejemplo, hoy en día, cuestionar el holocausto, sería un tema tabú en política -y, por ende, en casi cualquier ámbito social-. A pesar de ello, se habla constantemente de los progresos en temas de libertad de expresión aparecidos con el avance de las democracias en Europa.

    La oposición entre razón y locura presenta una estructura algo más compleja. Existen ciertas agrupaciones categóricas de lo que consideramos “locos” o “discapacitados mentales”. Los rudimentos sociales de cada época y lugar suelen actuar de la misma manera, negándole la posibilidad de credibilidad a los discursos de estos grupos, escuchándolos e interpretándolos desde una posición de superioridad. Por ejemplo, existe un deseo en las sociedades más desarrolladas de erradicar a aquellos vagabundos que desean vivir en la indigencia voluntariamente. Su discurso está invalidado por su posición. 

    Pero el más importante de estos procesos es la voluntad de verdad. La voluntad de verdad, lo que es verdad o no dentro de un discurso, viene determinada por una serie de normas y reglas propias a cada institución. El discurso de cada institución (médica, política, económica) se genera mediante unas estructuras y lenguajes determinados. Se crea desde una posición que es recursiva en sí misma, hay una serie de rituales, textos, procedimientos, que nos dicen cómo hemos de construir el saber y la verdad desde cada discurso. La verdad en cada saber se crea en base a unas normas, y saltarse esas normas es incurrir en la mentira. Por ejemplo, en el caso del discurso de la medicina occidental, económicamente dominada por las grandes farmacéuticas, se produce un rechazo a los discursos y métodos alternativos que podrían provenir de otras culturas, por no suponerse estos en nuestro plano científico. Cuando Mendel en el siglo XIX establece su teoría sobre la herencia genética, se encuentra fuera de la “voluntad de verdad” del discurso de la biología en su época, por ello no fue tenido en cuenta en su momento. Mendel estaba descubriendo la genética, rama de la biología, pero en su momento, hablando de guisantes, estaba fuera del orden del discurso. Lo que el explicaba no era biología porque su discurso se saltaba los rudimentos de construcción de verdad de la biología en su época.

    Si existe, entonces, ese orden del discurso, determinado por los tres principales factores de exclusión, así como otros que actúan en menor medida, Foucault nos habla, como consecuencia, de una sociedad del discurso. Esta es la sociedad que acepta e interioriza estos rudimentos, que constituyen los órdenes de discursos que interactúan desde los diferentes saberes, materializados en las instituciones sociales que los emiten (comunidad científica, políticos, economistas, catedráticos de universidad, etc). Estos órdenes y sociedades varían según nos movemos en el eje del tiempo o cambiamos de lugar a lo largo del planeta, sin embargo, para Foucault, los rudimentos que crean este orden funcionan más o menos de manera similar en toda sociedad humana. Los prejuicios históricos que se divulgan en la escuela son un claro ejemplo de esto.

    A partir de lo expuesto, si aplicamos las teorías foucaultianas a nuestro momento actual, podemos extraer algunas conclusiones sobre semántica interesantes. Primero, hemos de asumir que uno de los grandes emisores de discurso en la actualidad son los mass-media o medios de comunicación de masas. Desde los periódicos y las noticias, controlados por sus inversores, las agencias, se selecciona aquello de lo que va a hablar la gente y se selecciona cómo se va a contar (es decir se aplica la “voluntad de verdad”). El periodismo actual parte de la concepción de un saber objetivo basado en la cantidad de datos numéricos ofrecidos sobre una noticia. De este modo, el discurso periodístico se sitúa en un orden superior al literario, por ejemplo, afirmando estar en posesión de una verdad objetiva que se consigue mediante cifras y datos. Bien, estudiemos entonces la semántica de algunos términos que aparecen frecuentemente en la prensa para ver cuán objetiva es la información que se nos brinda.




1. “Terrorismo”

    Esta palabra surge a finales del siglo XVIII durante los procesos de ejecuciones en la Revolución Francesa. Si nos atenemos a la definición que da la RAE en la actualidad, obtenemos que su significado es el de “dominación por el terror”. En política y periodismo, este término aparece con una carga negativa muy clara. Todo aquel nombre propio o de agrupación que aparezca asociado a este término, va a ser percibido por la sociedad como una amenaza, como un enemigo, algo a erradicar. Sin embargo, si tomamos estrictamente la definición, podemos encontrar que el mero uso de la palabra terrorismo por parte de políticos y medios es un acto terrorista: se busca una respuesta de la sociedad a partir del miedo creado hacia algo. Aunque quizá suene exagerado, las campañas publicitarias públicas contra los accidentes en carretera o el tabaco, también se sirven del miedo a la muerte para tratar de generar un cambio en la sociedad. Sin embargo, dentro del orden del discurso de prensa y política, este término, desde su origen, ha seguido una evolución semántica que hace que sólo sea aplicable a ciertos grupos o bandas armadas.


2. “Droga”

    Actualmente, en nuestra sociedad existe un poderoso discurso desde los medios y las instituciones educativas contra las drogas. Muchas de estas campañas reciben el nombre de “campañas contra el consumo de alcohol y drogas”. Si acudimos de nuevo a la RAE, vemos que las acepciones primera y tercera del término “droga” hacen alusión directa a la medicina (drogas más extendidas socialmente) y solamente el segundo término hace alusión a la droga como la conciben los medios. En la misma aserción de “alcohol y drogas” se está incurriendo en un error si somos estrictos, pues el alcohol es una de las drogas con mayor índice de adicción. Lo mismo ocurre con el tabaco, el café, el té y, sobre todo, muchísimas de las medicinas que consumimos a diario (antidepresivos). Este es un ejemplo de cómo estamos ante un desdoblamiento semántico creado desde el orden del discurso social. Desde la política y los medios, se extraen de la categoría “drogas” aquellos términos que según la voluntad de verdad, no se perciben negativamente en una sociedad. Esto, como vemos, es una pura concepción social, que poco tiene que ver con la estricta definición de la palabra droga, sino más bien con la situación legal de las mismas.


3. “Antisistema”

    De nuevo, el diccionario de la RAE nos dice que un antisistema es “contrario al sistema social o político establecidos”. Sin embargo cuando nos encontramos con el hecho de que en la Comunidad de Madrid, desde hace unos meses, gran parte de la plantilla sanitaria se está manifestando en contra de la privatización del sistema sanitario a gran escala, no se le aplica este término. Generalmente lo encontraremos asociado directamente a actuaciones violentas de jóvenes. Ello, claramente, incurre en crear una dimensión negativa en todo aquello que se posicione contra el sistema. Lógicamente, esta alteración semántica proviene de los discursos emitidos por las instituciones del propio Estado y los medios de comunicación.





    En conclusión, resumimos que, según el planteamiento teórico de Foucault, teniendo en cuenta algunos de sus procedimientos de exclusión discursivos, podemos estudiar algunos procesos de creación semántica que operan desde fuera del propio lenguaje. Son procesos dirigidos desde las instituciones y reglas que generan el discurso y que se filtran, como podemos comprobar, entre los usos cotidianos de la mayoría de la población. Resaltar estos procesos se puede ver de una manera positiva, ya que pondría en tela de juicio muchos prejuicios que acumulan las sociedades más desarrolladas contra el cambio y permitiría ahondar con más precisión en temas tan delicados.

Amacaballo Fat

martes, 17 de diciembre de 2013

[Mario Levrero]: [El lugar]

Nota preliminar: esto no es un análisis sino una reseña. Es por eso que desvelo ciertos detalles de la trama. Sin embargo, al tratarse de una novela en la que la historia es lo de menos, no creo que haga daño a nadie. El último párrafo, no obstante, contiene mi interpretación del libro, así que quizá sea recomendable omitirlo si éste aún no se ha leído.

Tal vez alguien se sorprenda porque ayer mismo reseñase París y hoy vuelva a la carga con El lugar. La razón es sencilla: Mario Levrero es fascinante, inquietante y secreto. Uno acaba sus libros y se pregunta "¿ya?" mientras mira atónito el número de página: 159. ¿Cómo he llegado hasta aquí?

La pregunta es más que pertinente y es con la que comienza este libro de Levrero: un hombre se despierta en una habitación oscura y no recuerda nada. Un clásico. Poco a poco, empieza a avanzar por cientos de estancias similares pero distintas, algunas de ellas pobladas por extraños humanos que hablan una lengua incomprensible. Levrero, claro, no explica nada, pero uno puede imaginar que tal vez fueron antecesores del protagonista que se quedaron a vivir en el laberinto y terminaron por olvidar cualquier idioma conocido.

Sin embargo, la novela sigue, y en un momento dado el protagonista sale al aire libre (y no "del laberinto", como he leído en un blog) y encuentra gente que habla su idioma. Sin embargo, esto no le reconforta.

A mi ver, El lugar es una novela en la que se trata la dualidad entre el hombre y el escritor que lo habita. El hombre se plantea quedarse en las habitaciones del principio a vivir, pero el escritor le obliga a seguir a delante, a indagar. El hombre se plantea quedarse con Alicia y con su hijo impuesto a vivir en un rancho que tiene todo lo que hace falta para ser feliz, pero el escritor sigue y sigue adelante. Y al final vuelve a su vida normal, pero ya no es el mismo. Cuando la literatura nos besa, la realidad parece pobre, y así es como el personaje halla su casa cuando al fin vuelve a ella: húmeda, gris, y semiderruída. Y es entonces, y sólo entonces, cuando se da cuenta de que quiere seguir viviendo en el laberinto de la ficción, explorando cada puerta que dejó sin abrir. Y entonces hace lo único que queda por hacer: escribe.

Munir

Qué ha pasado hasta aquí

[Lo que sigue es el texto que Munir leyó en Motown el domingo pasado con motivo del cierre de la gira de Los escritores bárbaros]:

Buenas noches. Antes de nada, quiero decir que espero que a nadie le importe que lea en tipo de letra Georgia tamaño 12 interlineado 1,5. Gracias.

La pregunta sería cuál es la pregunta pero mejor dejar eso de lado e ir al grano: la pregunta es: ¿qué ha pasado hasta aquí?, y mi respuesta es la siguiente.

En esta semana –y si me hubieseis preguntado el lunes habría podido jurar que no iba a sobrevivir hasta el domingo– nos han hecho la pregunta varias veces. Bien. Los escritores bárbaros nacimos, sí, pero no con la misión de difundir la cultura escrita (como solemos repetir en cada una de las peticiones de fondos que jamás nos conceden) y tampoco –creo– con la intención de alcanzar la fama (y perdón si hablo por mí, pero es que a mi tutor legal le ha dado un infarto y yace muerto en mi bañera). Simplemente pensamos –pensé– que teníamos al menos tan poco que decir como todos aquellos que abren la boca y a quienes tanto admiramos. Hablo de Fresán. Hablo de Proust y de Cervantes. Hablo de Parra y de Vallejo.

Nuestra primera guerra la fundamos Loro y yo en una diminuta pieza del barrio de San Telmo donde –dice Gema– yo escribí mi obra culmen (culmen, lo crean o no, no lleva tilde) desde la que mi literatura no ha hecho sino caer en picado hasta hoy, y consistía –nuestra guerra– en demostrar que había otras formas de leer y que no existe una lectura buena así como –creo– no existe una verdad o un bien o un dios para todos los humanos. Yo amo la duda sobre todas las cosas: la literatura son dos enormes signos de interrogación con un espacio blanco en medio. Un espacio de cientos de años. ¿Habrá algo detrás de ese enorme espacio en blanco? ¿Siglos de tradición? ¿Siglos de cadáveres? ¿O no habrá nada? ¿O no habrá nada? (¿Habrá dos mexicanos meando en una taza? ¿Habrá –tal vez– una caja de Orfidal? Ya hablaremos de eso luego). El caso es que pronto descubrimos –era inevitable– que eso ya estaba dicho, y no sólo dicho sino refutado y luego rescatado con el prefijo neo- y luego vuelto a superar; pero igual seguimos adelante. Porque lo amábamos. Amábamos las tardes discutiendo sobre literatura al borde de una taquicardia producida por más mates de los que ningún médico en su sano juicio se atrevería a recomendar. Esa guerra se llamó ¿qué hay detrás de la ventana? y hoy se llama Los lectores bárbaros y este texto casi podría ser un poema si yo lo leyese en verso. Sí, todo empezó con una labor tan intelectual como la de hacer crítica, y la poesía fue después. Y se hizo la poesía. Se hizo la poesía aunque para aquel entonces ya todos la hacíamos y lo hacíamos con ella y lo que creamos más bien fue un espacio de reunión, un espacio negro y naranja en el que Vade Retro convive con Góngora y Pablo Cortina con Radovan Karadzic. Lo llamamos –ahora sí– Los escritores bárbaros, y la única regla fue: no habrá ningún jefe.

Aunque muchos pensaron y siguen pensando que Julio es nuestro jefe, tal vez porque es el más alto y en la cultura occidental ya se sabe, o tal vez porque en nuestra primera reunión fue designado Relaciones Púbicas, es decir, cabeza, cabeza visible y a veces pensante y a ratos de turco, pero cabeza, no jefe. Ni siquiera líder. Ni él, ni yo, ni nadie. Antes disueltos (y sigo hablando por mí), antes disuelto en ácido sulfúrico, entonces, como un Mickey Mouse cualquiera. Nosotros –repito– no tenemos jefe.

Pero Julio se va. Julio se va y –claro– eso es una prueba. Julio –como una cigüeña que hubiese olido el invierno que llega– viaja al centro de Europa que –si olvidamos China– es casi como decir el centro del mundo, atraído por el amor o la aventura o la libertad o el currywurst, no lo sé. Y eso, para cualquiera que haya sacado las conclusiones inevitables, puede significar dos cosas: o nos han decapitado o/y nos hemos vuelto invisibles. Eso quedará –sospecho– en manos de nuestro Komando Madrid (Gema, Víctor, Inés, Carmen, Luis (que se va), etc.–. Yo, personalmente, podría decir que he amado a Julio con la destreza con que las abejas aman a la flor del brezo y como la albahaca ama al otoño que viene a asesinarla, o podría decir que le he odiado con la indolencia con que todos nos odiamos a todos alguna vez en la vida. Pero lo que diré, no obstante, es otra cosa. Creo que en algún momento entre los doce y los catorce años (y no lo llamaré paladar) todos nos convertimos en poetas frustrados. Sobre todo los poetas. Y Julio también, claro, no os voy a engañar; pero mucho menos que todos los demás.

En este punto creo que es justo hacer una apostilla sorprendida por el hecho de que el grupo no se haya disuelto aún. Decía House en un capítulo que su equipo cambiaba tan a menudo porque estaba formado entero por personalidades tipo A. Los escritores bárbaros (lo que la gente llama los escritores bárbaros) somos un puñado de tipos A. ¿Cuánto más duraremos? No lo sé, pero sé que tenemos la solidez de una ráfaga de viento: hacemos equilibrios sobre un detonador.

Y ahora tengo que decir lo consabido: que nos mandéis poemas para el blog; que cerréis los ojos de vez en cuando; que nos enviéis vuestros relatos o ensayos; que no miréis al abismo; que hay un cuarto para vosotros en nuestra casa.com; que aquí vivir es contener el aliento && pasar de largo; que si queréis publicar hemos hecho una editorial que más que una editorial es una letanía suicida; que ebediziones con “be” y con “zeta”; que nos mandéis vuestros relatos para el concurso (el premio son 70€ y cada día un poco más); que nosotros no creemos en la aparente transparencia del vidrio y, por supuesto, que tenemos nuestros libros a la venta ahí, en el puesto...

Y también Iride, claro, que nos quiso hacer creer que se llamaba Gonzalo pero que ahora sabemos que sí, que se llama Iride y que escribe mejor de lo que él o ella mism# jamás podrá llegar a advertir o imaginar;

o Vade Retro, que hoy no está afónico pero que no va a leer porque no le sale de los cojones, aunque eso signifique no vender ningún puto libro, que no va a leer como un antiDalí que defeca sobre el símbolo del dólar, como alguien que sabe que lo mejor para acabar con un buen texto literario es conocer a su autor;

y Gema, claro, Gema, que se hace una marca en las bragas cada vez que provoca una erección recitando, Gema, que vive como una borderline del otro lado;

y Carmen, que no sabía que escribe poesía pero que la escribe, la escribe con la incertidumbre necesaria (sí, porque hace falta incertidumbre, porque amamantamos el embrión de la duda con el amor de una madre con síndrome de Munchausen porque sabemos que las grandes certezas han sido las progenitoras de todas las guerras);

o Inés –de la Higuera– a la que todos abrazamos cada vez como si fuese la última, Inés, que me plagiaste un poema;

o Lluïsa, que escribe en su propia lengua (a veces literalmente);

o Loro, que está dispuesto a consumirse como el papel de un cigarro o como un paquete de Literamita o Dinatura bajo la fuerza destructora de una llama, con tal de seguir luchando un día más;

y Luis, claro, aquel cuya voz hace ley, aquel que leerá para todos nosotros la nueva constitución el día en que aceptemos al fin que para escribirla primero nos tenemos que arrancar los ojos;

o Inés –Merello–, que está dispuesta a leerse todos los libros de Bordieu y Calinescu con tal de no aceptar su trágico destino de poeta;

y José Ilarraz, claro, cuyo enorme talento está encerrado en un sólo poema...

y Batania, y Pepe Ramos, y Pablo Cortina, y Olaia Pazos y cada uno de vosotros y cada uno de todos ellos.

Me están empezando a flaquear las hechuras del alma pero tranquilos, nadie me verá llorar. Somos y somas –nos guste o no– el futuro de la literatura, que es como decir el futuro del mundo. Y el mundo está hecho de palabras (supongo que eso ya lo sabíais). Por eso, hemos decidido elegir las mejores, no las que más nos gustan sino las mejores, las que rebotan más lejos cuando las lanzas contra una pared o las que una vez traspasaron un horizonte de sucesos y han vuelto. Sólo ésas valen. Palabras como perenne, no como élitro; como helipuerto, no como frontispicio; como lluvia, y no como clorofluorocarbonos. Empiezo a recordarme a mí mismo al Predicador. ¿¡Dónde estás, Predicador!? ¿Estás llenando el mundo de palabras?

Pero ya basta. ¿Por qué me dejáis construir una ciudad en vuestros tímpanos?

Hacer literatura es hacer mundo. Os paso la palabra.


lunes, 16 de diciembre de 2013

[Mario Levrero]: [París]

París es la segunda novela de la Trilogía involuntaria del uruguayo Mario Levrero. Esto implica, al parecer, que Mondadori se confunde en la cronología de sus ediciones Debolsillo, pero no importa demasiado; la trilogía es, efectivamente, involuntaria.

Intentaré -y no es fácil- referirme a Kafka lo menos posible, ya que las resonancias son mucho más fuertes en La ciudad (primera entrega de la trilogía) y no quiero aburrir a mis lectores. La ciudad, de hecho, fue escrita en días que siguieron a noches en las que el autor leía y releía El castillo, si atendemos a las palabras del propio Levrero. Es, sin embargo, necesario hablar de los carabineros y de su relación con "Ante la Ley". Quien me conozca conocerá mi costumbre de no resumir las obras que reseño, así que espero que se me perdone, pero no veo el sentido a que ustedes lean una nota sobre una novela que aún no han abordado. Diré, eso sí, que en ningún momento a lo largo de la novela se narra que los carabineros maten a nadie, y cuando el protagonista trata de salir del Asilo le disparan, sí, pero nunca le aciertan, al igual que el guardián de "Ante la Ley" promete castigos a los que jamás llegamos a asistir.

A este respecto es interesante observar cómo evoluciona la psicología del personaje. Al comienzo, nos hallamos ante un protagonista que casi nos hace sentir orgullosos por la seguridad que muestra en sí mismo. Cuando el anciano Juan Abal le informa de la prohibición de salir, afirma que él "intentaría salir. Quizá se desconcierten y no atinen a disparar; quizá no tengan interés, realmente, en hacerlo. De todos modos [...] si yo quisiera salir, encontraría la manera de hacerlo" (44). Cuando sale volando de la azotea, vuelve por su propio pie sin temer que le disparen, ya que la lógica le dicta que "no habría inconveniente para entrar" (62). Más tarde, sin embargo, cuando vuelve tras la misa, ya entra temeroso de que le disparen: "Temo que disparen sobre mí, pero trato de mostrarme indiferente" (67). Y ya cerca del final de la novela, leemos: "no pude evitar, sin embargo, un envaramiento bastante evidente de la espalda cuando quedé en la línea de fuego de los mosquetes, al entrar al Asilo" (112). Ésta es, me atrevería a afirmar, la narración de Mario Levrero de cómo el individuo acepta su posición respecto a un poder del que supuestamente forma parte y que realmente no comprende; un poder que parece manar de algo ajeno a sí y cuyas reglas va aceptando de forma paulatina y silenciosa.

Si hablamos de las herramientas que este Poder maneja, las más evidentes son dos: el dinero y el deseo sexual. Baste una cita: "Pero luego recordé que hasta la semana entrante no tendría trabajo, con Marcel, y probablemente debiera andar vagando todos esos días y noches sin tener un lugar, un punto de referencia; incluso, de encontrar a Angeline [...] necesitaría un lugar para acostarme con ella, y sin dinero no sería fácil" (68).

He dicho que el protagonista no entiende su relación con el poder, pero en realidad apenas si entiende algo del mundo que le rodea. Una realidad que se mezcla con los sueños y la memoria indistintamente y donde los otros siempre aparecen como seres extraños e incomprensibles, una forma de ver el mundo que acentúa la sensación de soledad. No es extraño, por eso, que en París (y en todo lo que he leído de Levrero) predomine el yo con tanta fuerza como lo hace en Felisberto Hernández. No es extraño, tampoco, que en los diálogos hallemos la inquietante distancia que también encontramos en Beckett o Arrabal.

En cuanto a la mujer, en la novela aparece como un objeto y como un obstáculo. Como un objeto en tanto la elige en un catálogo y desde ese momento se vuelve poseedor de la misma; en tanto dispone de ella como desea y cuando desea (o eso pretende él) y se la pueden "robar". Como un obstáculo porque ella no le permite volar en el momento en que su destino parece cruzar ante sus ojos (en la azotea, cuando pasa la comitiva de los ángeles) ni tampoco le permite en un principio leer el libro llamado Toda la verdad. También: en ningún momento vuelve a atreverse a despegar porque sabe que ahí tiene una vida tranquila junto a Angeline, después de que compren "las cortinas y los cuadritos".

Tanto La ciudad como París (aún no he leído El lugar) son novelas profundamente dinámicas: el protagonista no para de ir de un lado para otro, como zarandeado por un destino que no comprende y que no lo deja descansar. Es así que cada poco leemos que se encuentra "profundamente cansado", pero no puede parar en ningún momento. Seguramente nos sorprenderíamos si pudiésemos ponerle un cuentakilómetros a los personajes de Levrero.

Antes de hacer una breve crítica a esta excelente novela, me gustaría referirme a un fragmento que me ha parecido curioso. En un momento dado, el protagonista ve una manifestación y se integra a la misma, y leemos "por primera vez sentí la emoción de un espectáculo, de formar parte de un espectáculo y disfrutarlo al mismo tiempo como espectador" (143). Las resonancias de Baudrillard son evidentes. E interesantes.

Para terminar, una pequeña nota negativa. Tal vez sea mi percepción, pero creo que a la novela le sobran unas 20 o 30 páginas, ya que las situaciones extrañas se empiezan a suceder con mayor frecuencia pero menor enjundia desde que comienza el tramo narrativo de Sonia. La resurrección de Gardel en el teatro Odeón (que me recuerda a Camino de ida, de Carlos Salem) parece escrito como con prisa. Cualquier lector avezado entenderá de qué sensación hablo. Tal vez Levrero quisiese extender la novela, o tal vez en esos tramos haya algo que yo no he terminado de captar. No lo sé.

Munir