Hacía
tanto que no leía un libro de la calidad de Respiración
artificial que creo que tal vez
mi estómago no estaba preparado para digerirlo. Como sea, lo devoré
en menos de un día, y si hubiese sido más largo, más tiempo me
habría quedado yo prendido en su prosa magistral, su reinvención
del estilo indirecto y, sobre todo, sus personajes, armados con algo
de aquí y algo de allá pero siempre coherentes, siempre firmes, sin
que se noten las costuras entre los retazos que los componen.
Para
empezar, diré que tengo entendido que Ricardo Piglia gusta de jugar
con los distintos estilos narrativos, y eso es lo que hace cuando nos
presenta una primera parte del libro en forma parcialmente epistolar.
Desde ella es desde donde Emilio —de
quien no diría que es un alter
ego
de Piglia, yo nunca digo eso, a pesar del nombre completo de Piglia,
a no ser que el mismo autor lo afirme, y aun entonces sólo con el
permiso de Barthes lo puedo decir—
nos informa de que al cual dicho sea de paso (al género
epistolar) lo liquidó el teléfono, volviéndolo totalmente
anacrónico, habría que decir que con Hemingway se pasó del género
epistolar al género telefónico.
Los paréntesis están en el texto.
Más
tarde, el lector se va dando cuenta de que Piglia utiliza un estilo
indirecto sutil, en el que el protagonista puede llegar a decir que
alguien dice que otro le dijo lo que le contó de oídas un tercero,
por poner un ejemplo, lo que en una novela que pretende —o
quizás no pretenda, pero se pregunta acerca de ello—
indagar en cómo
narrar los hechos reales
no deja de ser significativo. ¿Cómo narrar los hechos reales sino
como un conglomerado de testimonios y experiencias filtradas por un
personaje de un genio deslumbrante como es el polaco Tardewski1,
cultor del fracaso? ¿Qué hace Piglia, en el fondo, sino narrar los
hechos ocurridos en la Argentina a partir de testimonios? Por cierto
que para mí la pregunta que nos rodea, cómo narrar los hechos
reales, es más una meditación de tipo filosófico, espistemológico
se podría decir y no una mirada al terror, como se pretende, al
menos, en la contraportada de la edición que yo manejé (Seix
Barral).
Pero
sobre todo lo que encontramos en Respiración
artificial
es lucidez. Piglia se muestra extremadamente lúcido cuando elabora
teorías sobre sus predecesores o contemporáneos. Una de las más
flamantes es aquélla en la que, argumentando pausada y
rigurosamente, construye ladrillo a ladrillo el postulado de que
Borges —a quien llama el
mejor escritor del siglo XIX—
es el escritor por excelencia de la literatura argentina porque —dice
él— hace más y mejor que ninguno lo que esta literatura se ha
dedicado a hacer durante toda su historia: citar mal a los autores
europeos. Sin que haya, me parece, ningún atisbo de crítica en esta
afirmación, aunque trata la obra Borgeana como una gran parodia, lo
cual no es raro teniendo en cuenta que Emilio Renzi lo trata todo
como una parodia de algo. Borges se ríe de todo aquello que él
mismo respeta, lo parodia. Lugones, Groussac, el Martín Fierro.
Entonces, creo yo, la concepción de Borges de la lengua como un
sistema de citas cobra una nueva dimensión.Especialmente revelador
es, por cierto, el fragmento en que afirma que el Facundo
empieza con una cita mal hecha en francés.
Pero,
¿realmente pensaba Piglia todo esto, o es sólo una broma? Cuando
nos dice que Pierre
Menard, autor del Quijote
es un chiste acerado contra Groussac, ¿habla en serio? Bueno, en sus
inteligentísimas —sin que por ello dejen de ser humorísticas—
tesis literarias yo me atrevería a decir que algo de verdad —o de
pretensión de verdad— hay, pero cuando realmente juega a la
deformación extrema es cuando habla de la historia, de Hitler, sin
dejarla jamás zafarse de su contraparte ficcional, la literatura,
mezclándolo con Kafka. Hitler influye a Kafka en lo que nos cuenta
Tardewski, mucho, de hecho es esencial cómo un encuentro de un
personaje histórico puede definir axialmente una de las literaturas
más influyentes del siglo XX, elaborando así Piglia todo un
monumento a lo que
pudo ser.
En
fin, en Respiración
artificial,
por muy publicitario que suene, hay todo esto y muchísimo más, pero
como no puedo dar cuenta de su totalidad —o no me apetece— sólo
resta recomendar leerlo. Ah, lo olvidaba, uno de los aspectos más
interesantes del libro es su forma de tratar otra de las fuerzas que
entran en ese tira y afloja literatura-ficción: la filosofía. Por
supuesto, como en todo autor moderno —y digo moderno
cronológicamente, no perteneciente a la modernidad que Nietzsche
designaba por el nombre de estupidez—
no pueden faltar un par de bromas a costa del pobre Kant. La pregunta
es: ¿de verdad cabe todo eso en un libro? Cabe, cabe, eso y más que
me olvido y seguro que más que no he sabido ver o inventar, así que
lo dicho: hay que leerlo.
Termino
con una preciosa cita de Tardewski cuando filosofa a raíz de la
historia de un tipo que mató a su mujer mientras limpiaba una
escopeta, al más puro estilo Burroughs. Ahí va:
Después
de los treinta, le digo, ya no somos otra cosa que una triste
amalgama de ilusiones y de mujeres a las que hemos matado con un
tiro de escopeta.
1. Se dice que este personaje es una mezcla de Gombowicz y no sé quién. Yo no sé, no me meto.
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