lunes, 12 de diciembre de 2011

Rabos de lagartija

Rabos de lagartija se podría catalogar como novela psicológica. Tal aserto encontraría su fundamento en el hecho de que apenas ocurre nada durante el transcurso de ésta, pero también en la importancia que se da a los sentimientos o cavilaciones de los personajes. No obstante, decimos que una novela es psicológica en tanto los psicológicos son los rasgos predominantes. Como toda novela, cuenta una historia, y ésta en concreto lo hace con una capacidad descriptiva magistral.

Está ambientada en la Barcelona de posguerra, y la protagonizan una serie de personajes muy bien detallados. En este caso, se trata de uno de esos textos en los que el lector sabe desde las diez o doce primeras páginas que algo -terrible o maravilloso- ocurrirá al término de la historia. Y la ejecución de la idea es perfecta: el lector se ve inmerso en una espiral lenta que desemboca en el impacto final, la muerte de una mujer, que sin las doscientas cincuenta páginas que la introducen, ni siquiera llegaría a conmovernos.

Por otra parte, la forma narrativa es peculiar: el narrador es el niño que está por nacer, la pieza que crea la expectación. Otra forma de evidenciar lo anterior: la tragedia se va gestando hasta que ocurre en un solo instante terrible. El feto lo cuenta todo con lenguaje de adulto, a veces como si lo viviese (el inspector consulta su reloj, dirige una mirada al chalé y seguidamente su atención se centra de nuevo en Paulino), como si sólo fuesen elucubraciones (el inspector asiente en silencio. Estaría meditando alguna otra pregunta, pero la pelirroja es muy lista) o adivinando. Otras veces, cabe destacar las palabras premonitorias del bebé (nunca veré los ojos de mi madre), o las descripciones de lo que sienten -o sentirían- los personajes.



En cuanto a la estructura, es lo que más llama la atención. Moderna y original, pero sin romper la preciosa continuidad novelística -es más, enriqueciéndola-; Juan Marsé utiliza un estilo prosaico y sin apenas diálogos. Gran parte de las conversaciones van insertas en los párrafos sin previo aviso, pero la trama no se confunde en ningún momento por ello, y las descripciones no pierden un ápice de su riqueza. Asimismo merecen ser subrayados algunos párrafos en que la línea que separa el diálogo de la narración es casi imperceptible, recurso técnico que el autor demuestra dominar y que hace que gran parte de la novela parezca un hilo de pensamiento.

Pero lo más importante de todo, aquello para lo que sirve la novela, es el perfil psicológico del protagonista, del eje narrativo, de David. Es un personaje perfectamente creíble; un niño que ha perdido un hermano mayor y un padre y que no cumple las expectativas de su madre, un crío que muestra ciertas tendencias claramente homosexuales y que tiene alucinaciones con gente muerta que, en las más de las ocasiones, le revelan información que él no tenía. Esto tal vez sea de máxima relevancia, pues no se llega a esclarecer -ni sería bueno que se hiciese- si el niño realmente alucina o ve fantasmas, ya que el único diagnóstico que hallamos a lo largo de la novela lo da el fantasma de un otorrino. El mismo David cree que alucina, y a veces incluso trata con su padre como alucinación, pero los 'fantasmas', efectivamente, le aportan información que David desconocía, lo cual refuerza la teoría de los fantasmas pero no la evidencia, pues el zumbido en los oídos que David aqueja durante toda la novela puede llevar a pensar que en realidad oyó todo lo que le dicen las alucinaciones en alguna conversación aparentemente olvidada. Aun así, la clave que dan las alucinaciones a la novela es vastísima en tanto le aportan un toque de magia y permiten su correcto desarrollo. Todo esto hace de Rabos de lagartija no una novela, sino un microcosmos cerrado que se olvida cuando se cierra pero que apena dejar atrás.

Añado un fragmento de la novela en que aparecen todos los rasgos señalados; destacaría la suavidad con que se pasa de la narración al diálogo.

[...]

Mamá ha encargado a David que la despierte a las tres y media. Hace un rato ha sacado los pies hinchados del agua salada de la palangana y ahora duerme la siesta sentada en el sillón de mimbre. David se acerca a ella sigilosamente, retira la palangana y le envuelve los pies en una toalla. Antes de incorporarse coge su mano y comprueba que está bien dormida, y entonces, con mucho cuidado, se abraza a sus rodillas y apoya la mejilla y la oreja contra su vientre. Un botón desabrochado de la bata le permite sentir en la mejilla la tensión de la piel cálida alrededor del ombligo, y capta con la oreja el apagado murmullo de lo que parece una melodía, como si la pelirroja cantara en sueños y su voz al caer se remansara en el útero. ¿Me estás oyendo, enano? Incluso dormida, tiene una canción a flor de labios. ¿Qué opinas tú, microbio, tú que escuchas su corazón a través de la sangre? ¿Por qué canta en sueños, y a quién le canta?


No quieras saber a quién, hermano. Es mejor que no lo sepas.

[...]

sábado, 10 de diciembre de 2011

Las lanzas coloradas

Por segunda vez voy a tener que sujetarme voluntariamente a la brevedad. En este caso la razón es simple: Arturo Uslar Pietri, el laureado autor de Las lanzas coloradas, es una figura importantísima en el desarrollo de la forma de pensar la identidad latinoamericana así que, en tanto es un pensador además de un escritor, no puedo hablar mucho de su primera novela sin meterme en cenagales por los que no quiero pasar, ya que la intertextualidad en esta clase de autores no pasa sólo por su producción literaria, también lo hace por la ideológica, y como no he leído sus ensayos -ni siquiera sus otras novelas- no me veo con derecho a hablar del libro más allá de lo que en el libro podemos encontrar o los valores humanos que se pueden considerar de una cierta universalidad.

Las lanzas coloradas sería fácilmente calificable como novela histórica. Para mí no tiene importancia si lo es o no pero, sin ponerme esencialista, quiero dejar claro que cualquier rasgo de historicismo que pueda tener -y los tiene- no me interesa ni lo más mínimo. Espero que no se me malinterprete: me interesa la historia de los países de Latinoamérica, en concreto ésta, la de Venezuela, pero -y ahora en lo que no quiero caer es en el formalismo- ésa me parece tarea de análisis para un historiador, no para mí. En definitiva, no me voy a dedicar a resumir la obra.

Sin embargo, sí quisiera resaltar su carácter argumental. En Las lanzas coloradas es esencial el transcurso de los acontecimientos, sin que por ello se pueda decir que carezca de una cierta profundidad. En este sentido creo que no es descabellado compararla con las novelas de Pío Baroja. En concreto me ha recordado bastante, en algunos puntos, a El mayorazgo de Labraz, pues si tomamos a los personajes como alegorías hallamos ciertos paralelismos entre estas dos novelas, aunque las equivalencias son sólo parciales. ¿Qué quiero decir con esto de las alegorías? Daré unos ejemplos. Inés representaría la inocencia, el capitán David la nobleza, Presentación Campos también, pero en un sentido mucho más nietzscheano, es decir, representaría a los señores. Fernando, claro, representaría al intelectual burgués y cobarde.

A través de todo esto podemos contemplar una técnica esencial en el libro: Uslar Pietri siempre hace desdichados a aquellos personajes con los que nos hace encariñarnos, como por ejemplo Fernando. Y cuando digo desdichados no me refiero a su circunstancia, pues Fernando es desdichadamente cobarde, arruina todo lo positivo de su ser con esa cobardía. En el caso de Inés, la desdicha sí es circunstancial, hasta el extremo de que Uslar Pietri, en el momento que para mí es el más destacable de la novela, la hace resurgir de entre las cenizas sólo para volver a perderla por los montes venezolanos. Este episodio está cuidadosamente detallado, y el lector se puede preguntar: ¿por qué Uslar Pietri dedica tamaña parte de su talento en describir esa especie de broma grotesca? Porque "esa broma" es el pilar maestro del que para mí es el leit-motiv principal del libro: no hay justicia. De hecho, la escena es casi sagrada, casi bíblica y muy simbólica. No hay más que ver cómo acaba: una mujer frente a dos caminos debe escoger entre su deseo y la verdad, entre la justicia o la comodidad, más o menos como Fernando debe hacer en todo momento. No me extenderé más porque no me gusta "contar los libros", pero espero haber dado un par de claves que faciliten un modo de comprender ese episodio crucial.

En general, me parece una obra que merece el tiempo y el esfuerzo que cuesta. De hecho, no hay más que ver el intervalo de tiempo entre mi última entrada y ésta para ver que ese tiempo es demasiado. Habría mucho más que decir, pero nada que no implicase tocar terrenos peligrosos. De todos modos, esta obra no tiene un contenido filosófico o técnico tan profundo como para extenderse demasiado en ella, sin que nada de esto la desvirtúe, claro, nada más lejos, de hecho el trabajo que debió costarle a Uslar Pietri el escribirla, la documentación que hubo de recabar, son dignos de mi admiración.

Un breve apunte final: no deja de sorprender, y da mucho que pensar, la anotación que hay al final del libro (aunque tal vez sea cosa de los editores). Es la siguiente: París, 1930. Tal vez no a otros, pero a mí esas dos palabras me dijeron muchísimo acerca de la dificilísima tarea que se impuso este pensador: resolver la identidad latinoamericana.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Zama

Voy a ser breve porque la novela es breve y porque poco es lo que se puede decir de ella que no diga ella misma con su silencio. En Zama la estructura es plana, sencilla, entregada. La voz es un monólogo interior en primera persona, lo más fácil, lo que todo escritor novel empieza por ensayar. No hay metaficción en Zama. Sólo hay espera. El personaje espera, el lector espera. ¿Qué espera el personaje? Un traslado. ¿Y el lector? El lector espera saber por qué, por qué di Benedetto se ha ubicado en el siglo XVIII para contarnos una historia humana que podría pertenecer a cualquier otro momento, por qué ese extraño lenguaje del que Juan José Saer dice que es el de los Siglos de Oro, opinión de la que yo, por cierto, discrepo radicalmente: el lenguaje de Zama está mucho más actualizado que el de los siglos XVI y XVII. El lector, en general, espera averiguar qué demonios motivó a di Benedetto a dedicar su tiempo y su esfuerzo a una labor tan extraña, tan arbitraria. También: quiere saber por qué sigue leyendo, por qué le interesa tanto de forma tan sutil, sin apasionarle, por qué esa novela pide espera, pide expectativa constante, por qué la logra.

Podría hablar de ciertos paralelismos con el Martín Fierro o de la vida de di Benedetto, las entrevistas que he leído, y relacionarlo todo con Zama, pero no merecería la pena.

En general, Zama me parece una obra maestra. Triste, claro, como Los Suicidas, pero mucho más sutil, mucho más rítmica. La cuestión es que no sé por qué me gusta tanto, y eso hace que me guste el doble. En fin, di Benedetto es un claro ejemplo de que un escritor genial puede ser ignorado al igual que tantos otros lo son de lo contrario.

Dijo Vicente Huidobro al poeta: no cantes a la rosa, hazla florecer en el poema. Un corolario posible es no hables del amor, que se enamoren de tu poema. Otro: no hables de la espera, haz que el lector la viva. Muchas más sentencias cumple Zama, objeto nuevo floreciendo sobre uno que, para ella, es algo antiguo: la literatura.

Vuelvo al principio: todas las claves de Zama están en Zama, en su silencio, en su ausencia de claves. A quien quiera disfrutarla, devorarla, le recomiendo leerla; nada más.